Santo Entierro


La imagen del Cristo Yacente se encuentra situado en una cripta bajo la hornacina central del altar de los Dolores de la Iglesia Parroquial de San Pedro, de estilo neoclásico, realizado en madera dorada y pintada de blanco, situado en la cabecera de la nave de la Epístola[1], donde aparece colocado en una sencilla urna de made­ra y cristal de finales del siglo XVIII barnizada y dorada, que es la que utiliza para la salida en su estación de penitencia.

Al no conservarse la documentación de la Cofradía de la Vera Cruz, las primeras referencias documentales sobre la talla provienen del Archivo Parroquial de San Pedro Apóstol, concretamente del primer libro de Fiestas del siglo XVIII (1700-1762)[2], de lo que se deduce que ya existía en el siglo anterior, pues la citada cofradía sacaba la procesión de la Vera Cruz el Jueves Santo, la del Santo Entierro el Viernes Santo, e incorpora a principios del siglo la procesión del Resucitado el Domingo de Gloria, por lo que son tres sus desfiles procesionales.

DESCRIPCIÓN DE LA TALLA.
Imagen de un crucificado muerto que presenta los brazos articulados a través de bisagras,  con el fin de poder abatirlos, y trocar así su iconografía por la de un Cristo Yacente, tras protagonizar la ceremonia del descendimiento. Por ello no presenta las características anatómicas propias de un cuerpo yaciente, sino las de estar colgado en la cruz, con los pies cruzados, las piernas arqueadas y la cabeza caída hacia abajo y ligeramente arqueada a la derecha.

     Si bien el momento del misterio representado por la cofradía es el traslado del cuerpo de Jesús desde el Gólgota hasta el Santo Sepulcro, por la utilización de un crucificado con los brazos abatibles queda patente la importancia del ritual del Descendimiento. Dicho ritual está documentado en la capital hispalense desde finales del siglo XVI en la Hermandad del Santo Entierro el Viernes Santo[3], y consistía en hacer el descendimiento del Cuerpo de Cristo Nuestro Señor de la cruz, tras lo cual se le presentaba a la imagen de la Virgen María que presidía el acto, y se trasladaba a las andas funerarias donde se amortajaba y preparaba par el entierro.

     Los cuatro Evangelios dicen, que una vez Jesús hubo expirado, José de Arimatea, tras obtener el permiso oportuno de Pilato, tomó el cadáver de Cristo y lo depositó en su sepulcro (Mateo XXVII, 57-60; Marcos XV, 43-46; Lucas XXIII, 50-53; Juan XIX, 38-42). San Juan menciona también a Nicodemo (Juan XIX, 39).

     Aunque actualmente se encuentra siempre depositado en la urna de madera y cristal, el Cristo tiene una cruz arbórea de madera con peana troncopiramidal, sobre la que era crucificado, conteniéndose los clavos en la cripta del altar de los Dolores donde se encuentra la imagen. Sobre la cabeza presenta los orificios para la colocación de las potencias, hoy en paradero desconocido, y sobre las sienes dos tornillos para la fijación de la corona de espinas, de plata cincelada, que la tiene sobrepuesta el Cristo de la Vera Cruz.

ESTUDIO ARTÍSTICO.
Escultura de bulto redondo en estilo barroco. Es una obra anónima, algo más pequeña del tamaño natural, realizada en madera policromada mate que acentúa el dramatismo de la rigidez cadavérica, en contraste con el color rojo de la abundante sangre representada en sus heridas, sobretodo en costado, manos, pies y rodillas.

Fechada por algunos autores a mediados del siglo XVIII[4], por sus características estilísticas se podría catalogar como de fecha más temprana, ya que presenta  los rasgos comunes sobre los que se asienta la escultura barroca andaluza del siglo XVII, de tradición clasicista con la presencia en Sevilla y Granada de un buen número de artistas que, manteniendo la estética del manierismo tardío  con figuras de cuerpos atléticos, de elegante compostura e idealizada belleza, logran introducir los primeros efectos naturalistas en la captación de las emociones típicamente barroco. De esta simbiosis surgen unas elegantes figuras, de cuerpos aplomados y actitudes reposadas, aunque profundamente humanas y veraces en el reflejo de sus contenidas emociones.

El Cristo Yacente transmite en su ejecución una armoniosa belleza, el equilibrio y la serenidad del clasicismo tardío con el naturalismo típicamente barroco, tan sólo sobrepasado por el dramatismo del tema iconográfico que se acentúa en el rostro del Señor, que refleja la Pasión y Muerte sufrida por Jesucristo; así como en el tratamiento exuberante de la sangre sobre el cuerpo, que da la impresión ser obra de una restauración posterior.

El cuerpo del Señor presenta una complexión anatómica fuerte, faltándole los hombros debido al sistema de articulación de los brazos, con un gran desgarro en el costado derecho debido a la lanzada de Longinos y los huecos de los clavos en las palmas de las manos y en los pies. Tres grandes regueros de sangre corren por los brazos y el costado derecho; gruesas gotas surgen de las heridas de la corona de espinas, los hombros, el cuello y las rodillas.

El rostro presenta un dramatismo sosegado con la cara alargada y afilada inclinada hacia abajo y levemente a la derecha; los ojos almendrados cerrados, las cejas arqueadas, la nariz recta y la boca entreabierta dejando ver las dos hileras de dientes; rasgos que manifiestan claramente los últimos estertores de la muerte. Los cabellos son largos y ondulados, un grueso mechón apoya sobre el costado derecho; el bigote partido y la barba bífida. Los pómulos están resaltados y una tumefacción en la mejilla izquierda, recuerda la bofetada dada por Poncio Pilatos durante el interrogatorio de la Pasión. La observación directa del rostro deja patente que la escultura fue hecha para verla desde abajo, clavado en la cruz, desde donde manifiesta de mayor grado las características detalladas. 
    
En las manos los dedos están flexionados sobre las heridas de los clavos;  el pie derecho está sobre el izquierdo, pues iconográficamente representa la crucifixión con tres clavos,  presentando ambos flexión trasera por el apoyo sobre la cruz.

Presenta un sudario cordífero,  ceñido a la cintura por una ruda soga y abierto en el lado izquierdo, que será el preferido por los imagineros barrocos sevillanos a partir del siglo XVI, popularizado por Juan de Mesa, y cuyo máximo ejemplo será el del cachorro de Triana de Francisco Antonio Gijón.

Participa la imagen de las pautas clasicistas marcadas por Montañés y Cano, que  serán una constante en los escultores sevillanos del segundo tercio del siglo XVII, los cuales asimilan su lenguaje formal y repiten muchos de los tipos iconográficos por ellos acuñados. A la vez participa de los inicios del dramatismo y la teatralidad del barroco europeo que se añade a la producción escultórica del último tercio del siglo. Estilísticamente la escultura podría situarse en la segunda mitad del siglo XVII, cronología que concuerda con los datos actuales que se manejan sobre los inicios procesionales que la cofradía de la Santa Vera Cruz realizó con las imágenes del Santo Entierro[5].

Presenta un mal estado de conservación en la policromía, no existiendo constancia documental de restauraciones. Falta un dedo en el pie derecho y los dedos meñique y anular de la mano derecha.


[1] Inventario Iglesia de San Pedro Apóstol de Peñaflor. 1922. Arch. Gener. Arzob. Sevilla. Secc. Administración Gral. Serie Inventarios. Leg, 716, cuadernillo 169.
[2] Archivo Parroquial de San Pedro. Archivadora P-1, Libro de Capellanías y Fiestas del año. 1700-1762.
[3] Sánchez Gordillo, A.” Religiosas estaciones que frecuenta la religiosidad sevillana (hacia 1632). “ Sevilla, 1982, pags. 164-165.
[4] AA.W.: Guía artística de Sevilla y su provincia. Sevilla, 1981, p. 592. Delgado Aboza, F. M. “Antigua, Venerable y Fervorosa Hermandad y Primitiva Cofradía de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús Nazareno y Nuestra Sra de los Dolores, Santo Entierro de Ntro Sr Jesucristo, Ntra Sra de la Soledad, y de los Santos Mártires Patronos San Críspulo y San Restituto. Peñaflor” en Misterios de Sevilla. T. V. Sevilla 1999, pag. 286.
[5] Comisión de Patrimonio de la Hdad de Jesús Nazareno. “La antigua Cofradía de la Vera Cruz de Peñaflor”. Almenara nº 20, Peñaflor 2004, pág. 9.